jueves, marzo 30, 2006

MAR DE FONDO


Caspar David Friedrich




Nunca se llega al fondo. Ni uno sabe
quién muere cuando entierran nuestro nombre

Julia Uceda.




-------- (Sin embargo, sé que en la partida
hacia el nunca escucharé timbales y laúdes,
y saldrás a mi encuentro, amor, y escucharé mi nombre).



------------------------------I

-------- No rociéis agua bendita,
la resignación me posee, me intuye, me penetra,
dobla mi cuerpo hasta tocar estratos: la tierra me recibe.
Dejadme,
no escucharé las campanas aunque éstas me convoquen.
No, no me retengáis más, debo dar testimonio de mí
cuando la noche abre las puertas de mi armario y huye
una jauría de suéteres, de faldas, de zapatos.
Quedo así, desnuda, a la intemperie,
cada hueso en su sitio,
con los ojos ocultos en la cripta donde descansa el sueño.



------------------------------ II

-------- Olvidado mi nombre, desconociéndome,
siento cómo mis dientes me roen, me mastican.
Pero en lo profundo, en el fondo, acorralando
al tiempo -intrínseco mi germen- allí donde, inversa,
inalcanzable, crece la raíz y el corazón del verso,
a la espera de sentencia y verdugo me encontrarás,
aguardando la llegada de un mareal alto que me arrastre
-cadáver sin espinas-
hasta la playa donde las clepsidras no existen,
donde el amor no es más que amor
-------- (no es más que amor),
recordándote en la armonía que guarda entre sus números lo exacto.



------------------------------ III

-------- Y aunque pesan los huecos vacíos de mi nombre,
no me inclino,
me arropo con los siglos, y oro.
Oro por mis objetos cotidianos. ¡Óyelos!, se rebelan:
con un estruendo perforan los conjuros,
y extienden ante mí predicciones solemnes,
oceánicas (reverbera la luz en mis nudillos
y me duelen las manos de enterrarme); ellos recomponen el guión:
otra vez el mismo foco hundiéndose en mi espalda,
otra vez idéntico el atrezo,
otra vez el mismo personaje:
cae la guillotina, cruje, rueda sobre la arena, alargada,
la cabeza de mi sombra. (Mutis de aplausos).
Mas, mientras entra a escena
-andrajoso- Abril, y me roza la podredumbre de sus aguas:
las gotas maduras de las nubes,
y huyen de la sentina las ratas, y a sobresaltos crezco,
el tiempo, confundido, se contempla, cambia su máscara,
su rostro muerto, y sonrío.



------------------------------ IV

-------- Engañado, he cambiado su rumbo,
lo he conducido hasta el mar
-tu mar-
por recordar quien soy, por no olvidarme, ni olvidar que te amé.
Para que puedas llamarme por mi nombre,
y que así lo recuerde.



------------------------------ VI


-------- No insisto en salvarme:
lo bello de dormir es... no despertar.
Saber que en la partida hacia el nunca
escucharé timbales y laúdes, saldrás a mi encuentro, amor;
será tu tiempo el mío,
y el sol un lienzo colmado de naranjas.
Ésa eres tú, dirás.
Pero hasta entonces,
¿cuántas palabras, cuántos silencios han de guardar mis labios?


indah

domingo, marzo 26, 2006

Resucitando




Aún es posible poner un toque amarillo Van Gogh
-de girasol, de lirio-
al brillo de la luna recostado en el quicio de la noche;
romper, entre tu yo y mi yo,
las máscaras que ocultan
deshilvanados silencios y palabras.

Aún es posible hallar, en este palpitar de nido abandonado
(cálida, intacta soledad eres,
me has dicho, de brillante plumaje)
el temblor que al son de tus augurios agita mi corazón de bosque.
De bosque enamorado del sol,
del aire, de la vida.

Aún es posible que percibamos en otro amanecer recién nacido,
casi vestido ya de primavera,
acurrucado entre el paño y el forro del bolsillo
-luchando por liberarse de los nudos de un pañuelo-,
aquel adiós que un día fuera mío,
que un día fuera tuyo,
que un día fuera nuestro.

Y aún será posible que me sueñes, me sientas, presientas, me adivines
-entre amarillos Van Gogh de girasol y lirio-
surgiendo en el primer rayo de sol de tus mañanas,
como la soledad: intacta.

«El grito» expresionista: luminosa, vertical, concéntrica a tu vida,
con mi piel aún por estrenar,
allegada a cada esquina de tu alma, a cada orilla,
y enredada como una serpentina entre tus círculos,
una vez y otra vez y otra vez: resucitando en ti.
Resucitando.

indah

martes, marzo 21, 2006

A tu manera.



La cara de los sueños mirada pura es, viene derecha,
diciendo: «A ti te escojo, a ti, entre todos» como lo dice el rayo o la
fortuna.
Pedro Salinas.




Hay nubes sin color, sin artificios, que trasparentan un cielo inalcanzable;
tiene hoy la mar color de fortaleza, y sobre ella,
libre, planea entre gaviotas
-grito blanco y azul-
una cometa.

De cuando en cuando,
las olas, que como piratas disfrazados de sal abordan nuestra sombra,
se reparten: un horizonte en busca de miradas,
dos minutos de paz,
dos «convergerte»,
cuatro decirte, amor, lo que tú quieres,
y un sólo repetirse,
una vez y otra vez y otra vez, el nombre de mi nombre, en tus labios.

Hasta que la tarde, como una catarata
perseguida por una estrella vespertina, palpitante aún de vida,
enrojecida como un campos de sueños y amapolas,
se abaja hasta la tierra, y se delata.

Se delata. Delata su último deseo: trasfundirse sobre la piel del mundo para morir su bella muerte entre unas roca que, por un instante, olvidan que son rocas -grises como la soledad, como la pena o la tristeza grises- para amarla.

Y mientras mis manos -ya barcos de papel a la deriva-
amor mío,
navegan por insondables mares donde aún se oye tu risa,
y con mis dedos, el aire de la noche cuenta ausencias,
sobre la arena húmeda,
la huella de tus labios tiene frío.

indah

jueves, marzo 16, 2006

Declinando silencios




«y en mis brazos de hoguera, declinaron tus ojos,
y tu sombra y mi sombra, amor, se adentraron en el mar»
(Pequeño fado. Andrés Aberasturi.)





Cuando me sé, conscientemente,
polizón de mí misma y de mi cuerpo,
tus palabras aumentan el silencio de ti que me rodea.


Frente a frente:
inmaculada tu orilla,
inmaculada la mía,
oro se vuelve la soledad entre las alas de nuestras golondrinas Midas,
y en tanto el dorado remolino que forma su ágil vuelo sobre el río
me rodea,
el acompasado golpear timbales de la sangre,
escribe sobre el agua cada silencio que nos hemos dicho
-silencios que callan para siempre lo que los dos callamos-


Polizón de tu alma: yo.
Polizones también, mi voz, mis ojos y mis manos.
Mis manos, que dibujan besos en la espalda de tu sombra
-todos aquellos que jamás rozaron nuestros labios-


Polizones tú y yo:
yo de tu cuerpo,
tú del mío,
pues cuando no lo somos,
viajamos por otra soledad que entona un salmo
y viste de luto los colores,
incluso aquello que sólo fueron míos,
incluso aquellos que sólo fueron nuestros.


Cuando me sé, conscientemente,
polizón de mí misma, y tus palabras aumentan el silencio:
entonces, sólo entonces,
cierro los ojos para no ver como se alejan, aún más, nuestras orillas.



indah

viernes, marzo 10, 2006

Crónica de un poema anunciado

Vaya tarde, Señor, vaya tarde me estás dando.
De aquí para allá, mil y una vueltas,
y no encuentras un recuerdo que no duela,
donde quedarnos y descansar un rato
(y eso que sólo pido un corto, escueto, exiguo rato).
Ya no sé en qué espejo mirarme
para no ver tu rostro de Verónica pura.

Tus «lignum evocationis», desperdigados por el pasillo,
procesionan, mientras el alcanfor y el papel plof con que los protegias,
¡oh, sí!,
te transgreden: trasueñan otras astillas que puedan conservar impolutas.

Se te ha olvidado, creo, que tus «mariquitinas»(*)
ya no se dejan recortar ni vestir
-y no hay una estufa de leña para que ardan;
ni una montaña para que se resuiciden,
recuerdo abajo, deUnaVezPorTodas-,
que tu muñeca vestida de azul,
se dejó su camisita y su canesú, y su cepillo de dientes, a saber dónde;
que han pasado dos millones doscientos no sé cuántos días
del calendario Juliano, y tú sigues ahí,
coleccionando muescas, en plan Lucky Luke,
mientras se salen con la suya los malvados hermanos Dalton.

Suspiras, moqueas y suspiras, igual que la princesa,
aquella que, porque un día -sólo un día- estuvo triste
a Rubén Darío le dio por ahí, y le escribió unos versos,
(¿qué porras tendría la princesa que aún nos acordamos?)

Y a ti, guapita de cara –me pregunto- ¿qué cáspitas te pasa?
¡O fallax amor! ¡O Cupido, quantus es!
¿crees que porque «sus-suspi-suspires» alguien te escribirá un poema?
Pues sí que estás hoy boba.

¡Qué tarde me estás dando! Parecemos un «cerrado por defunción»
cuando tendríamos que ser
un «viento en popa a toda vela» -léase adiós, y que le zurzan-.

Anda, princesa, sécate ya las lágrimas, y límpiate los mocos,
aunque sea con una servilleta, o con la manga, y sonríe;
y no me hagas recordarte, que tú, más bien eres... plebeya.

(Yo no sé cómo estaría Rubén Darío,
pero a mí, hoy, te lo juro, ¡me tienes harta!)

indah


(*) «mariquitinas» (muñecas/os de papel y sus vestiditos, etc., que
se recortan :)

sábado, marzo 04, 2006


Tiempos que fueron, llantos y risas,
Negros tormentos, dulces mentiras,
¡Ay!, ¿en dónde su rastro dejaron,
En dónde, alma mía?

Rosalía de Castro




Aronda de la Frontera era un pueblo pequeño que orgulloso acunaba su historia hasta adormecerla en su única ruina, la Torre Vigía, a un tiro de piedra de La Casona y dos siglo más antigua, cuyo objetivo actual, pues ya no había de defender de moros, era cortarle el paso al bosque o proyectar su sombra sobre el pueblo o dar sentido a las calles blancas, estrechas y empinadas, en las que los balcones de hierro forjado y pequeños cristales, incrustaban intensos contraluces azules y ocres al atardecer.

Su luz, su calidez, su reciedumbre, consolaron tristezas, y paliaron soledades y terrores infantiles. Me fui acostumbrando a ellas, al sonido a tañer de campanas y a las voces que en las casa- puertas parecían surgir de cuerpos anclados en la prehistoria.

Alicia debía andar por los setenta y cinco años, y lo que nos rodeaba por el siglo y medio, o al menos eso me parecía a mí. Tía segunda de mi padre, por alguna razón que desconocía era mi madrina, propietaria de La Casona y mi única familia. Allí cumplí los dieciocho años y allí volví a tomarle el pulso a la vida que nuevamente me pertenecía. Como, aún sin saberlo, me pertenecía tu mirada, carambola fascinante en los azogues, que decía Salinas. Y me perteneció la noche, la primera en la que vi tus ojos en mi espejo, y no sentí miedo ni sorpresa porque me pareció que siempre habían estado allí, que eran reflejo de los míos, los que siempre había visto como míos y que, bien mirados, no lo eran. Y me reconocía. Sin embargo, me reconocía.

Y me pertenecieron aquellos meses. Meses de fuego y aire, de agua y tierra. De dolor. De rebeldía mía, de tiernas e inacabadas caricias tuyas, de besos que se quedaban en el aire a escasa distancia de mis labios. Y me pertenecía tu voz, algunas veces susurro agazapado entre los cortinajes, y otras, las más, en las que, como en aquellas veladas frente a la chimenea, cuando tía Alicia tejía o bordaba y me enseñaba a tejer o a bordar, nos leía los más bellos pasajes de Ovidio, de Dante, de Calderón, de Lope, de Quevedo, de Shakespeare , de Dumas, de Becquer, de Machado, y de tantos otros. O recordaba viajes por países lejanos, mezclándose con el clin clin clón de los bolillos que tía Alicia movía ágilmente, mientras que yo, maldiciendo mi torpeza, luchaba con el hilo, terco como una mula, que se escapaba de ellos.

Y me pertenecían tus manos dibujando mi cuerpo sin tocarlo. Tus manos; las que, ya avanzado septiembre, cuando el viento como un ladrón nocturno de calores sin disimulo se allegaba hasta mi cama, despacio, para no inquietarme, extendían la sábana -alguna vez la manta- antes de que pudiera sentir frío, o retiraban de mi cara un mechón de pelo escapado al asedio de la almohada.

Y me pertenecieron otras noches. Las otras, las que fueron preludio de aquella madrugada cuando, después de celebrar tu regreso, y tía Alicia hacía mucho tiempo que dormía, me miraste y, llenos mis ojos de interrogaciones, te miré.

¿Qué es lo que me ocurre? - te pregunté-. Me siento tan inquieta.

Y fue entonces, cuando, por fin, me perteneció el tacto de tu mano que por vez primera recorrió la distancia en la que habitualmente se quedaba suspendida, y acarició mi rostro. Y tu sonrisa ante mi sorpresa, mi estremecimiento y mi retirada. Y tu voz -tan profunda, tan varonil, tan tuya- que es quien ahora pregunta; y yo, que quiero parecerte moderna y tan mayor que ya no me ruborizo por hablar de esas cosas, te contesto: ¡claro que sí!; alguna no, miles de veces. Y tus ojos, que ocultan un guiño divertido porque sabes muy bien que no ha habido ninguna -que nunca ha habido nadie- que te miento.

Y me pertenecen tus dedos que se detiene; titubean, si es que se puede decir así, y vuelven a empezar para hacerlo más largo el recorrido de mi brazo; retroceden, vuelven a titubear, y continúan camino de mi cuello, de mis labios. Y me pertenece tu boca que recoge el suspiro de quien ya se ha rendido a la evidencia, y a la caricia larga, intencionadamente larga, en la que dejé de ser yo y tú dejaste de ser solo. Y tu respiración entrecortada que multiplica momentos y hace los minutos siglos, entreteniéndote en cada beso, cada caricia, como un alquimista afanado en transformar un arrendajo, que ni siquiera es azul, en ruiseñor. Tu cordura en locura. Mi ser niña en mujer.

Esta noche que me pertenece.

Que te pertenece. Porque al igual que el agua pierde su identidad para ser nube, desnuda de mi misma y vestida de ti y de tus manos, te pertenezco yo.

Te pertenezco. Yo, que escucho campanas, voces en las casa-puertas, veo callejas empinadas, y bosque, y sombra, y atardecer, y luna; y deletreo besar, locura y frío, y casa.

Te pertenezco yo, y mi pensamiento que ha dejado de hacer recuento de pertenencias, y mi cuerpo, que se estira y arquea buscando la perfección y la unidad del círculo. Barro en un torno que gira concéntrico a ti.

Amor. El amor. El vértigo de amor que se percibe cuando se ahonda en el casi total silencio de un susurro: eres hermosa cual ninguna otra. Amada mía. TÚ.

indah