¡Felicidades!
Feliz Noche Buena.
Feliz Navidad.
Feliz 2008
Una, dos, tres, cuatro bolsas, ¿y la otra?, ¿y la otra?, ¡no puedo creerlo! ¿La he perdido? Pues a ver quién es la guapa que retrocede ahora. Tú, claro, y me señalo. Así que descalzo mi soledad -dichosa ella- y la echo a andar por delante de mí; con suerte «cuidado con el perro, muerde», me abre paso. Pero no sirve de nada, me han mangado la bolsa, la tarde y lo poco de buen humor que me quedaba. Ojalá aparecieras tú, espada y cabeza de dragón en mano, y vaciaras de brillos los escaparates, y las calles de niños, y de mayores, así podría mandar bien lejos los tacones, y aún más lejos de donde llegan, las punteras que se han puesto de moda. Niños y más niños. Ganas me dan, si no fuera porque «pueden estar armados» que decía no sé quién, de tocarlos para asegurarme de que no son atrezo navideño. Cómo puede haber un ejercito de «locos bajitos» (Gila), tres Reyes Magos, tres pajes, tres camellos, y ningún taxi libre, me pregunto.
En medio de este barullo, de este guirigay intermitente y mixto, mitad risas de fresa, mitad risas de nata, como si fuéramos más felices que nunca o por primera vez o a saber qué, camina mi soledad a empujón limpio (y a la suya, señor mío, átele las manos, ¡vamos hombre!), camina más descalza, y aún más sola, mucho más, porque yo, aunque quiero cruzar, no puedo: aquí no hay pasos de cebra, hay pasos de bestias, y ella va dos calles por delante de mí. Vaya caca de plano me has dado: «todo resuelto, miras el plano, y todo resuelto», ¡no me entero, y no tengo cobertura! Hoy acabo perdiendo hasta a mi soledad, porque ella es así, de esa manera: la saco a pasear y si no estás tú, no se queja del frío ni de nada, pero le da por recordar los restos de poliéster blanco y las orejas de mi elefante rosa tirado en la basura, y a su pensamiento no lo detiene nada, ni nadie: ni los goterones helados, ni la señora teñida de rubia americana que no se calla, y habla, y habla, y porfía de leche en polvo americana, de queso americano y de que el frío de antaño sí era frío (no comprendo por qué no se olvidan esas historias, aunque... ¡mi reino por un egg «Kinder», un «Kit Kat», o por un trozo de pan y dos onzas de chocolate, me da igual que sea áspero y negro!)
Estoy harta, no solo tengo hambre, he perdido dos regalos, y casi me han tocado el... pundonor, sino que mataría (es una licencia poética) a quien me ha vendido los zapatos. De un susto, sí: apuntándole con uno de ellos, o con los dos, al costado izquierdo, o al derecho (por aquello de que no te etiqueten).
El autobús es una pesadilla pública a precio de privada. Un niño llora y me mira con cara, ojos, y mocos, de pocos amigos. Y es que los críos de ahora lloran a ritmo de videojuego: insert coin, insert coin, y no puedes pararlos porque están dotados de vidas infinitas. ¡Jobar, maldito bajito, ¿por qué no se habrá pedido un charco de barro, como el del anuncio de la ONCE, y se ha perdido en él?! Pero, ¿qué demonios quiere? ¡Quiere sentarse! Y yo, qué remedio, tendré que levantarme: «a ver, a ver, a ver, espera, espera, bonito (pedazo de chantajista sentimental) que hago recuento: una, dos, tres bolsas, ¿y la otra?» No puedo creer que la he perdido. ¡No!, menos mal. Si es que no puede ser, vas pensando en escribir esto, o algo parecido, y luego no te acordarás... da igual, no sé por qué escribo si, al fin y al cabo, no me ocurre nada: ¡nunca me ocurre nada!; toda la razón tienes -me hablo; me escucho; me respondo, sí, me respondo por ignorar a la señora teñida de rubia americana que finalmente se ha pillado mi sitio, y ha sentado al mocoso en sus rodillas. Pues sí, pues sí -me digo- pues es el colmo, fíjate si es cierto que no te ocurre nada que para contar tu vida te basta y sobra con un verso (y es que el hambre agudiza el ingenio y estiliza la figura). Un verso, sí, o como mucho dos si decido mandar al niño, a usted señora -le sonrío-, y los zapatos a la mierda.
indah
Yo soñaba, despacio, geografías;
Esta misma quietud
Con hilos dorados bordo nuestros encuentros sobre mi cuerpo de mujer. Hasta que me descubro reconociendo en tus labios el sabor de otros besos; el enmarañado tacto, antiguo y frío, de otras manos. Caricias lejanas que suplantan a las mías escribiendo sobre tu piel: «jamás poseerás su alma».
Duermes. Mi pensamiento descansa sobre tu corazón, pero mi cuerpo lucha por olvidar, sumergiéndose en el purificador abrazo de la luna. Un sólo deseo: que le arranque reflejos blancos y destruya los hilos dorados que lo visten y tejen el tapiz de cada uno de nuestros encuentros sobre mi cuerpo de mujer. Araño su reflejo en el cristal; dibujo rostros en su halo: sus rostros. Facciones difuminadas de mujeres que no conozco.
Fatigadas, trepan las sombras el empinado camino de losas verticales de mi alma. Retumban en el vértigo de un pozo sin fondo antiguos tambores que aventan sentimientos atávicos. Se duele la vida en cada uno de mis poros, porque la vida se viste con mi piel, con cada uno de los poros de mi piel. La vida tiene alma y cuerpo de mujer.
No hay preguntas. Tú sabes que nunca habrá preguntas, ni antes ni después. Sólo un temblor indicando que las sombras huyen como fantasmas cuando presienten tus brazos rodeándome, y tus besos estremeciendo mi nuca.
– Vete! -grito a la luna.
Odio que vea, rendido entre tus brazos, un cuerpo de mujer.
indah.
De Cuentecitos
Como el árbol