jueves, diciembre 15, 2005

El día menos pensado.



«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo).
Lewis Carroll




- No las toques. Son de barro, Alicia, ¡y son irremplazables! -aullaba su hermano Julio, «niño-Anaya» como le llamaba Marta, su otra hermana, en cuanto veía aparecer sus manitas-. ¿Es que no lo ves?

Pues claro que no lo veía, ¿qué iba a ver? Tenía que esperar a que su padre la cogiera en brazos o, al menos, la aupaba un poquito. Así, cuando se sabía a una altura considerable del suelo, y al tiempo que achicaba sus ojos todo lo que podía para que nadie descubriera aquel brillo que -insistía su madre- era señal de que había hecho alguna trastada, le sacaba la lengua a Julio. No estaba segura de saber qué significaba «irremplazable», quizá caro; pero le daba lo mismo, ella tenía una caja registradora, chiquita, llena de monedas y billetes, y si hacía falta, se los daría. Y así había sido desde que era capaz de recordar, hasta que ¡por fin! había llegado aquel día. Un día al que todo el mundo se referían como: «el día menos pensado», siempre que ella preguntar '¿cuándo?'

Y el día menos pensado llegó casi al mismo tiempo que su sexto cumpleaños. ¡Ya era mayor! Su primera Navidad «de mayor». Y la primera vez que podía ver sin ayuda al Niño. Al Niño Jesús, «más bonito que un sol», como decía su padre. Y podía ver el agua de papel de aluminio, y la noria que daba vueltas y vueltas dejando caer hilos brillantes; y a la lavandera arrodillada junto al río, bajo el puente por el que cruzaban las ovejas; un puente que aguantaba como podía para que, éstas, no cayeran sobre el cristal que su hermana había pintado con rotuladores de colores, y que, por el momento, servía de río en tanto se arreglaba el mecanismo que hacía corre agua de verdad de la buena. De todas formas, Marta lo había pintado tan bien que casi parecía un río. Alicia, alterada, nerviosa y feliz, contemplaba las montañas de papel endurecido con engrudo que había modelado Bob, un amigo de su abuelo.

Bob, al que todos llamaban «el indiano», y que había vivido muchos años en aquella casa, también había pintado el cielo. Fue poco antes de que Alicia naciera (Marta se lo había dicho). Y lo había pintado sobre papel continuo. Caray, ¡a saber que quería decir aquello!, pero fuese lo que fuese, a ella le parecía precioso su color azul intenso, y todo lleno de estrellas que brillaban incluso donde no deberían. Dejó de preocuparle que brillaran sobre el castillo de Herodes cuando su padre le aseguró que no ocurriría nada. Alguien tan malo como Herodes –había dicho- no podía salir del castillo, y mucho menos en Navidad; además, si por casualidad lo intentaba, los ángeles «menores» -así llamaba Julio a los que tenían las alitas rotas o sujetas con pegamento- no se lo permitirían. El cielo ocultaba, de extremo a extremo, dos de las paredes del hueco situado al final de la escalera; bajo el cielo se extendían las montañas, y desperdigadas por aquí y por allá, las casitas de cartón y madera construidas asimismo por Bob, las llenaban de color. Su madre, como cada año, repetía en voz bajita, que aquella era la prueba palpable de que el indiano nunca había olvidado su Cuba del alma; y es que, alguna de las casas -decía- más parecían de aquella tierra que de otro sitio. Alicia no le recordaba, se había ido al cielo pocos meses después de nacer ella; a seguir pintando estrellas, decían, de aquellas que se apagan cuando se hacen mayores.

- Niña, ¡te has quedado pasmá! Venga, ¡a dormir! Mañana tendrá tiempo de embobarte todo lo que quieras.
La mano de Marta pasaba ante sus ojos tratando de sacarla de aquellos pensamientos que, si bien Alicia aún no lo sabía, le iban a acompañar el resto de su vida, para después, coger la suya y arrastrarla casi a la fuerza hasta el dormitorio.
- Mami, ¿crees que si Bob no se hubiera ido al cielo a pintar estrellas, habría hecho una figura para mí?
- Desde luego que la hubiera hecho -su madre la arropaba al tiempo que llenaba su cara de besos-, pero tú ya tienes una, igual que tus hermanos.
- Pero, mami, ¿crees que si yo se le pidiera otra, me la haría? ¿Crees que me la pintaría? ¿Lo crees?
- Sí, corazón, estoy segura. Nadie, y menos Bob, podría negarte algo cuando tú te empeñas en conseguirlo. Pero no sería justo que tuvieras dos, ¿no te parece?

Alicia hizo un mohín. Cuando su madre decía la palabra «justo», ¡malo!, significaba un: sí, pero no. Suspiró sin protestar, y tras decir un hasta mañana, y pensar que aquel sí pero no, no impedía que pudiera pedírselo a Bob, cerró los ojos con toda la fuerza que pudo. Segundos más tarde su cabeza se llenaba de figuras: los Reyes Magos montados en sus camellos ; sus pajes, lujosamente vestidos, conduciéndolos por las montañas. Pastores y ángeles, patos, ocas, gallinas y otros animalitos. Sobre ellos, una preciosa estrella, que brillaba como si Bob la repintara cada año, señalaba con sus manitas gordezuelas el camino que los llevaría sin pérdida hasta el Portal. Junto a la forja, el herrero, que al parecer no se había enterado de nada, levantaba y bajaba su brazo golpeando un yunque. El ángel encargado de anunciar la Buena Nueva, sacudía y ponía en orden su túnica color salmón, no si antes espolvorear por el bajo y el cinturón con el que se la ataba, minúsculos granos dorados parecidos a los polvillos mágicos de Campanilla. El valle se llenaba de voces. Y de vida. Y del trasiego de unos y otros. Alicia trataba de localizar la figurita que Bob había modelado y pintado para ella: una niña en alpargatas que se sujetaban a sus piernas por medio de cintas, de muchos colores y trenzadas, que vestía una falda roja, una blusa blanca y corpiño verde esmeralda, además de una pañoleta en la cabeza. Por fin la encontró. Allí donde el repelente «niño-Anaya» la había escondido: cerca del pozo, entre un grupo de ocas, y casi oculta por las ramas. Pensó en acercarla al portalito, pero «irremplazable» sonó como una enorme amenaza en sus oídos.

- Estás muy lejos del Portal -le gritó colocando las manos alrededor de su boca-. ¡Corre, sigue a la estrella! Corre, ¡date prisa! Este año tienes que llegar la primera. ¡Corre, corre!

La figurita, seguramente porque alguno de los polvillos dorados y mágicos le habían caído por encima, pareció cobrar vida y empezó a correr. Y corrió tanto que adelantó a todos los demás -incluso a un grupo de navymengues, que son como duendes chiquitos que viven en el pensamiento de algunos escritores, pero que sólo aparecen en la época de Navidad- hasta que, casi sin aliento, se detuvo a la puerta del establo mirando de reojo a Alicia que daba palmas más feliz que nunca. ¡Sí, sí, sí! ¡Sería la primera en llegar delante del Niño Jesús!, la primera; y mucho antes que la de Julio y que la de Marta.

- ¿Qué haces? – preguntó, sorprendida al ver que se detenía en la puerta-. ¡Entra, corre, entra! ¿No ves que te alcanzarán?
- ¡Chis¡ -la figurita, poniéndose un dedo en los labios, la mandó callar-, ¡mira lo que he encontrado! Alicia se inclinó mucho, todo lo que pudo, hasta alcanzar a ver qué escondía entre sus manos. (Cachis, ¡a veces es malo hacerse mayor!)
- ¡Un ratón!- exclamó casi sin poder creérselo-. ¡Un ratón blanco! ¡Qué bonito! Seguro que me lo ha hecho Bob. ¡Qué bien! !Lo que yo quería! Vamos, vamos, ponlo encima de los pies del Niño Jesús. Alicia hablaba y hablaba sin advertir que, o bien milagrosamente, o bien porque la niña en alpargatas había adelantado a los navymengues, tenía el mismo tamaño que el resto de las figuras.
- ¿No lo has pensando nunca? Yo sí. Mira, fíjate bien –dijo empujando a la figurita y señalando hacia el fondo del establo-, la mula y el buey le dan calor pero estoy segura de que no le llega a los pies. Seguro que no. Por eso siempre los tiene helados, igual que yo. La figurita, rió, al tiempo que, sin darse cuenta, abría demasiado las manos. Y ese fue el momento que aprovechó el ratón (que fingía dormir) para pegar un brinco y correr a ocultarse entre la paja del establo.
- ¡Jo, se ha escapado! ¡Se ha escapado!
- Espera. Espera. Verás como entre las dos lo pillamos.- Así, mientras que la mula y el buey protestaban por las molestias que les estaban causando, empezaron una agitada búsqueda por todos los rincones.
- Perdón, perdón -decía Alicia cuando, sin querer, tropezaba con alguno de los animales, o al tiempo que movía su mano a modo de saludo cuando pasaba por delante de La Virgen María o de San José. Y la búsqueda prosiguió hasta que, de repente, un estruendoso crach cata crach, las dejó paralizadas. Ninguna de las dos se había dado cuenta de que cuando Alicia estaba dentro del Portal, éste parecía muy grande, pero cuando salía se hacía pequeño, muy pequeño; y con tanto entrar y salir, y tanta carrera, el castillo de Herodes estaba a punto de rodar montaña abajo.
- ¡Ay! ¡Cuidado!, apartaos todos-. Gritó.

Justo en aquel momento, se encendieron las luces del salón. La figurita le obligó a retroceder, con su ayuda, Alicia consiguió esconderse detrás del buey, antes de que la puerta se abriera. Desde allí, muy sorprendida, pudo ver la cara de sus padres, y también escucharles:

- ¿Qué habrá pasado?
- Ni idea -dijo su padre-. Todo parece estar en orden.
- Oye. ¿Qué es eso? Mira, ahí, sobre los pies del Niño Jesús.
- A ver, déjame ver. ¡Qué curioso, parece un ratoncito blanco! –Alicia sonrió al escuchar la risa de su padre-. Creo que es el primer ratón, digo el primer Belén en el que un ratón se preocupa de calentarle los pies al Niño. ¡Estupenda idea! Sí, siempre he pensado que los debe tener más fríos aún que los míos.
- ¡Ay, Señor! No hay duda de que Alicia tiene a quien parecerse -exclamó su madre al tiempo que, con mucha ternura, pasaba una de sus manos por aquella cara de niño grande-. ¡Los pies helados! A quién se le ocurre semejante idea -aún la oyeron decir antes de cerrar la puerta del salón.
- Pufff. Gracias por ayudarme. Menos mal que no me han visto. Y menos mal que no se ha caído el castillo, menudo lío se hubiera organizado.
-Mira...
La figurita señalaba hacia la montaña más alta. Varios ángeles «menores» (que son esos que tienen las alitas sujetas con pegamento), con los mofletes hinchados o resoplando, luchaban con todas sus fuerzas para que el castillo no rodara hasta el valle. Pronto llegaría en su ayuda la cuadrilla de pastores-albañiles que, cargados con picos y palas, trepaban por la ladera de la montaña.

Una vez lograron dejarlo todo en su primitivo estado, Alicia, muy despacio para no causar otro estropicio, se acercó al pesebre:

- Ratoncito malo, estás ahí, ¿eh? ¡Mira, mira cómo te brillan los ojos!, alguna trastada has hecho-. Le dijo muy seria, todo lo que pudo; y después, observó la cara del Niño Dios que dormía placidamente.
- Oye -le dijo la figurita-, ¿tú crees que le habrá gustado nuestro regalo?, ¿crees que ya no tendrá los pies fríos?

A pesar de que Alicia estaba muy cansada, pasó una de sus manos por debajo del ratón. Sus dedos rozaron con mucha delicadeza los pies del Niño Dios. Y después de bostezar, y ante de asegurar que ya no los tenía fríos, sonrió a la figurita del corpiño verde esmeralda. Y, después, al tiempo que desaparecía debajo del cobertor, Alicia, dijo:

- ¡Gracias Bob!

Pero como ya dormía profundamente, no pudo oír la respuesta de su amigo:

- De nada, princesa –dijo el indiano que andaba por el cielo en medio de una marabunta de pinceles y botes de pintura plateada-. Has tenido una buenísima idea, mi chica, y estoy muy contento de que me lo hayas pedido. Él, ya no tendrá los pies fríos nunca más. ¡Seguro!

Y así es. Al menos en casa de Alicia, El Niño Dios, siempre tiene los pies muy abrigados, y muy calentitos.


indah

2 Comments:

Blogger Carz said...

indah,
no he leído lo que has escrito, pero el que no lo haya hecho no significa que no tenga fe en tus escritos, al contrario: tengo demasiada. Y creo vislumbrar mi visión en ellos. Quizás sólo sea un rumor en la sangre... quizás sólo sea aprehensión en el alma.

4:56 a. m.

 
Blogger indah said...

¿No? "Alicia en el país de las maravillas", siempre ha sido mi cuento preferido.

Bueno, no sé qué les pasa a los demás, pero yo cuando escribo algo no puedo impedir basarme en aquello que conozco: mi Portalito, el Belén, los ángeles menores, mis recuerdos de niña, más los recuerdos de otros; sucesos que alguna vez me contaron y que yo mezclo y mezclo con los míos. Hace un tiempo, Lula puso en su "libretilla" una fotografía suya -de cuando iba al cole- :) Decir que al poco tiempo de verla yo imaginé una historia no sé si es correcto, digamos que su fotografía, y su comentario, me recordó cosas que había oído y que eran muy divertida -alguna, otras no-, las tenía olvidadas. Bob existió, aunque no se llamaba así, claro. Y sí, pintó las montañas, y el cielo (en papel marrón de ese de envolver: continuo :), y también hizo las casitas del Belén que se colocaba año tras año en un hueco muy grande bajo la escalera. Bob vino de Cuba, pero no era un indiano como llaman en mi tierra a quienes volvían de las "indias", una veces de pasar calamidades, otras porque les bastaba su pequeña o gran fortuna, para acabar sus días en el pueblo que los vio nacer. Bob tenía una beca para la R. A. de San Fernando. Era un magnífico pintor, pero también muchas otras cosa.

Puedo entender perfectamente que "te vislumbres". Pero eso no es malo. (el cuento sí, aunque... a mí me gusta :))

3:26 p. m.

 

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