domingo, enero 15, 2006

Exagera


Campo de San Francisco (Oviedo)




- ¡Dios mío! -exclama mi madre-. Pero, ¿qué ocurrió?
Yo me sirvo té. Despacio. Le doy tiempo para que siga sorprendiéndose y diciendo: Dios mío, Dios mío.
- El periodista no dice la verdad. Exagera. -Revuelvo el azúcar lentamente, entreteniendo su mirada que va del periódico a mi mano y de mi mano periódico.
- Nena, me estás poniendo nerviosa. Termina ya de revolver; lo tuyo con el té es casi una ceremonia.
- Ya, ya lo sé; debí haber nacido geisha.
Sin mirarla, sé que está enfadada, sigo revolviéndolo. Anoche, la luna de este frío enero brillaba como nunca y hace una mañana preciosa, pero ni lo uno ni lo otro me va a librar de dar explicaciones. Sonrío al recordar cómo empezó este lío: mi amiga María me había invitado a acompañarles a un concierto. Una de esas ocasiones, pocas, que se tienen para disfrutar de buena música, o para convertirlo en un acto social. Yo amo la música; los actos sociales me traen sin cuidado.
- Y recuerda: hay que ir muy «puesta». -Aquel «muy puesta» me sonó a: «¡ay, si te dejases, si no fueras tan rarita, ya me ocuparía yo!»
- ¿No puedo ir así? -pregunté con la única intención de provocar.
- ¿Así?, ¡tú estás loca! -Parece que aún no me conoce.- Y recuerda: no «podemos» llegar tarde.

(María se casó hace un año. Una buena boda, dicen, y tan previsible como la claridad de esta mañana. Desde entonces no hay quien la aguante. No podemos, no podemos, no podemos, qué manía de hablar en plural.)

- Llegaré puntual.
- Y «puesta» -añade mi madre con sorna.
Y ahí está -mi madre- por aquello del acto social, buscando en su armario. Callo. Sé que daría igual que me negara.
- Esto puede servir. Te quedará bien y es muy gracioso, ¿a que sí?
- Más que el saco de la risa, mami -respondo mirando al fondo de su armario, total... Entonces, lo veo.
- ¡Oh! - Lo sé, nadie, generalmente, dice «¡oh!», suena muy cursi, sólo se escribe; pero yo lo dije, me salió así. -¿Me lo dejarías?
- ¿Qué? -responde mi madre balanceando la graciosa estolita ante mis ojos.
- Eso. -Y señalo hacia una percha.
- ¿Eso? ¿Tú sabes lo que dices? «Eso» es del siglo pasado, mejor dicho, de hace dos siglos. No, hija; primero porque no se llevan, segundo porque era de mi abuela-. (Debí pensarlo antes pero, como no lo he hecho, no me queda más remedio que volver a escuchar historias de segunda mano, las que contaba tantas veces mi abuela: aquel forro plisado de seda color marfil abriéndose como un abanico; su madre, tan elegante; la bomba que lanzó no sé quién al paso de Don Alfonso XIII; y París, siempre París.) -Y además, ¿qué te pondrías debajo?
- ¡Nada! -Cuánto me divierte escuchar las cosas que se le ocurren cuando consigo que se enfade. ¿Un caballo? Arqueo las cejas, no tengo ni idea de lo que está diciendo. Da igual. Intento convencerla, y prometo y prometo; hasta prometo que dejaré que ella elija «lo de debajo», así no desentonará. Creo que lo he conseguido; y creo que le hace ilusión.
- ¡Lo que puede hacer la buena música, incluso que abandones los vaqueros! -Como siempre que habla de vaqueros, es categórica. Mis pobres vaqueros pierden y así no hay forma de discutir; pero termina con un «lo pensaré», que para mí es sinónimo de: sí.

Hubiera llegado antes a caballo, pensaba yo camino del teatro. Mi madre conduce despacio (quizá teme que me arrugue). Y frena igual de despacio, y durante unos segundos me mira igual de despacio. Al final, llegaré tarde.
- Estás preciosa.
Me avergüenza que diga esas cosas, y lo sabe; aunque esta vez siento que no es amor materno: sus ojos me están diciendo que es cierto, que lo dice porque lo piensa. Acaricia mi mejilla, y yo sonrío.
- Disfruta del concierto.
Afirmo con la cabeza. No le digo que en este momento preferiría volver a casa; que me aterroriza cruzar la calle y entrar al teatro con esta capa negra, larga hasta los tobillos, sobre la que, con un cuello como el del vestido de Blanca Nieves, el canesú, cuajado de lentejuelas, abalorios y encajes -al igual que el cuello-, brilla. Respiro hondo, abro la portezuela, y procurando no enredarme los pies, saco primero el derecho; instantes después -cosas del cuerpo humano que está muy bien hecho- sale el otro. No sé porqué en este momento me acuerdo de la película «Vacaciones en Roma». Sí lo sé. Han sido las palabras de Ina: «la mi fía, parécesme una princesa». Ay, Ina, qué bobita eres, pero cuánto, cuánto te quiero, estaba pensado cuando mi madre, algo irritada, en un tono de voz más alto del que suele usar, dijo:
- Se te va a enfriar el té. ¡Por Dios!, deja ya de revolverlo, y dime qué pasó.
- ¿Qué pasó? Ah, pues un poco más y no me dejan pasar. Cuando entré, el director ya había salido al escenario y, bueno, ya sabes, las luces apagadas, todo listo. -Me callo.
- Comprendo, pero esa no es la razón, ¿verdad?
- No, no es la razón, desde luego que no, pero es que no veía. - Tendré que darme más prisa en contárselo, me digo, está enfadada.
- Que no vieras lo suficiente no parece motivo para que salgas así en la primera página del periódico, y con... -confunde el nombre y eso me da la dimensión de su enfado; no está enfadada: está muy enfadada.
- Tropecé.
- ¿Tropezaste? ¿Cómo que tropezaste?
La miro. En realidad no sé cómo tropecé, así que no puedo decírselo.
- Pues no sé, pero tropecé. En aquel momento el director agradecía los aplausos. Tranquila, tranquila, me dije, y seguí andando con cuidado. Y todo iba bien pero, de repente, se hizo un silencio total. Mamá, ¡algo de lo que llevaba puesto, crujía!, y mucho; incluso yendo despacio, crujía. No podía evitarlo y, encima, tenía que llegar hasta la primera fila. No sé si fue así, pero me pareció que el director se daba la vuelta y me miraba, me pareció que sólo esperaba para empezar a que lo que iba debajo de «aquello» se sentara. Me pareció que todos, incluidos los músicos, miraban hacia el pasillo buscando la causa del retraso, y me sentí avergonzada, así que pensé: me siento en el primer sitio libre que encuentre, aunque no sea el mío.
- Y te sentaste.
- Sí. -Mi madre me conoce; sabe que tardaré en explicárselo. Espera pacientemente hasta que ve que cojo la tetera.
- ¡No!, eso no. Ni se te ocurra servirte otra taza. No creo que pueda soportar media hora más de incertidumbre; o me lo dices, o le llamo y que me lo cuente él. Sé que lo dice en serio.
- Pues me senté; y por fin empezó el concierto.
- ¡Bendito sea Dios!, si tengo que esperar a que termine el concierto para enterarme, me va a dar algo. ¡Y no te rías! – No puedo evitarlo, me río antes de seguir:
- Verás, yo estaba muy atenta -y muy tiesa- y, de repente, alguien, bueno, él, me dio el programa. Gracias, le dije muy bajito, y él, muy bajito, dijo: «amor mío, uno de estos días voy a perder la paciencia».
- Y, ¿por qué iba a perder la pacienc...? - Mi madre me mira fijamente, acaba de reparar en la primera parte de mi frase- ¿Amor mío? ¿Te dijo amor mío?
- Si, eso dijo.
- Pero, ¡si no te conocía!
- Eso mismo pensaba yo.
- ¿Es que te conocía?
- No, mamá, no me conocía, lo que quiero decir es que pensé lo mismo que tú: ¿por qué demonios me llama amor mío si no me conoce de nada.- Mi madre suspira-. Después, casi llegando al final de la primera parte, buscó mi mano.
- ¡¿Buscó?! ¿Tu mano?
- Bueno, mi guante, pero es que la mano estaba dentro.
- ¿Y qué hiciste?
- Intenté liberarla.
- ¿Y?
- Pues él la apretó más.
- ¿Y qué hiciste?
- Nada. No hice nada. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que en medio de un adagio sostenido le dijera que se metiera la mano donde le cupiese?
- ¡Niña!
- Jo, lo siento, de verdad. Lo que he dicho y..., y también siento lo del periódico; no sabía quién era, y aunque lo hubiera sabido, ¡no entiendo este revuelo! Yo trataba de que María, que miraba de cuando en cuando al pasillo, me viera. Ya, ya sé que ése no es motivo. Todo fue culpa de ella.
- ¿De María? -Yo niego con la cabeza. - No preguntaré quién es ella - niega mi madre-, está claro que soy adivina y lo sé.
- Ella es su novia, o lo era. Yo creo que ya no, le dijo muchas groserías.
- ¿Ella?
- Sí. Entonces fue cuando le atice.
- Si le hubieras atizado antes, a lo mejor nos hubiéramos ahorrado esta conversación.
- ¿Y cómo, si no estaba?
- Mira, me estas volviendo loca. Si no estaba, ¿quién te dijo amor mío?
- Ella no, desde luego. Sólo hubiera faltado.
- Así que, ¿fue a ella a quien atizaste?
- Pues claro.
- Pero, pero, pero -parece que no sabe salir del pero-, ¡no lo entiendo! ¿A ella? ¡Él fue quien cogió tu mano!
- Y ella quien me llamó guarra.
- ¿Guarra? ¿Te llamó guarra?
- Sí, guarra, eso me llamó.
- ¿Por qué?
- La primera vez, supongo, porque su novio tenía mi guante y... mi mano, y la segunda, porque, para evitar que volviera a atizarle, él me obligó a sentarme -yo no quería- y pues, pues, acabé... Yo qué sé, mamá, nos hicimos un lío.
- ¡Un lío! ¡Si no te conociera!
- ¡Mamá!
- Lo siento, lo siento. Sigue.
- Es que –quería evitar que pasara un mal rato-, no me acuerdo. Sólo recuerdo que él tiró de mí, y cuando me quise dar cuenta estábamos en la calle.
- Está bien, está bien; y ahora dime, ¿cómo es posible que acabarais en la portada del periódico?
- No te lo vas a creer. -Si te lo digo, pienso, no me vas a creer. Pero me temo que no me queda más remedio. -Discutimos.
Mi madre, a pesar de que lleva fatal que se le note que está enfadada, ya no puede impedir dar vueltas por el cuarto colocando y recolocando cosas que estaban bien colocadas.
- ¿Cómo pudiste discutir con alguien a quien no conoces? Hija, debiste llamarme; hubiera ido a recogerte. ¡Discutisteis! ¿Cómo? ¿Por qué discutisteis?
- ¿Viste la luna que había anoche, mami?
- Sí, sí, estaba preciosa, pero no cambies de conversación. -Me arranca la cucharilla de la mano y la pone sobre el plato con cuidado. Yo cojo la del azucarero. Necesito jugar con algo y no me atrevo fumar un pitillo delante de ella. Aún se enfadaría más.
- No cambio de conversación. Yo afirmé que la luna brillaba más que nunca.
- ¿Y?
- Él dijo que no, y que no conseguiría distraerlo con semejante pamplina. ¡No me conocía y me estaba sermoneando! Entonces dije que me iba, pero no me dejó; dijo que antes tendría que pasar por encima de su cadáver y que únicamente se quedaría tranquilo cuando me entregara a quien fuera capaz, si es había alguien en el universo, de hacerse responsable de mí, así que me siguió. Y luego pasó lo del, cómo se llama eso que llevaba debajo de... ¿can-can?
- Dios mío. No entiendo nada. De verdad, no entiendo nada. ¿Qué fue lo que pasó?
- Se me cayó. –Miro hacia el parque. No puedo evitar recordar la escena y sé lo peligroso que puede ser que me ría en este preciso momento.
- Déjalo, déjalo. ¡Déjalo! Mira, no digo que ser parca en palabras esté mal, pero lo tuyo pasa de castaño oscuro.
- Ya lo sé, pero no sé qué queréis que haga, soy así. Él también se quejó de lo mismo, y tampoco entendía nada: ni lo del can-can, ni lo de Ina, ni qué tenía que ver «Vacaciones en Roma» conmigo; y, como tampoco te conoce, no entendió lo del caballo ni lo de tu armario.
Y ahora sí que la he dejado totalmente fuera de juego. Se me hace eterno el rato que está en silencio.
- ¿Puedo hacerte una pregunta?
- ¡Claro que sí!, todas las que quieras. -Me apena que me pida permiso.
- ¿Habías bebido?
- No.
- Entonces, por Dios, ¿qué hacías subida a una farola?
- Estás preciosa, mamá. Preciosa. Y no es que cambie de conversación, pero, ¿me creerías si te digo que las farolas alumbran por... -le cuento cuál es, en mi criterio, la razón por la que alumbran.
- Desde luego que no te creería.
- Pues él tampoco, y dijo: eso tendrás que demostrármelo. Yo dije, pues trepa, y él dijo: tú primero, soy un caballero; y yo dije: ¡ja!, lo que tú eres es un cobardica. Caballero o no, tú primero, dijo él, no me fío ni un pelo de ti, ni de tus intenciones ni de tus geniales ideas ni de tus ocurrencias. Hay que estar chalada para zurrarle como lo has hecho, ¡y con «una entrada de teatro»!; ¡«salida de teatro»! -maticé- y tienes razón: tu novia merecía una zurra «menos elegante», pero ¿con qué si no?, no uso esas cosas ridículas que se llaman bolso; ¡y sujeta!, así no puedo trepar. Y empecé a trepar. Él, primero indeciso, después muerto de risa, me siguió. Y yo pensé: ¡bien! Pero entonces, ocurrió, se resbaló el can- can; y como él estaba debajo, pues..., así que...
El timbre de la puerta pone fin a mis balbuceos. Él saluda a mi madre. Mi madre corresponde ofreciéndole una taza de té. Acepta, y se sienta.
- Verá, quería disculparme por tantas molestias; y quisiera, si es que encuentro la forma, explicarle lo ocurrido anoche. Todo fue una confusión; le aseguro que el periodista exagera. No pasó nada; fue lo más inocente que usted pueda imaginar. -Me guiña un ojo. (Lo ignoro, me gusta, pero aún no lo sabe. No, no es suficiente que haya trepado a la farola. No; sólo ha pasado una de las pruebas, de momento no hay peligro)-. Entonces ocurrió lo de, lo de..., no sé cómo se llama algo que su hija llevaba puesto, y crujía.., es que, las farolas, según ella, tienen una propiedad que yo desconocía, y quiso, en fin, sólo trataba de enseñarme... Verá, es complicado, en realidad nos hicimos un lío. Me temo que he de empezar de nuevo.
No me estoy portando bien, lo sé. Trata de explicar lo que difícilmente puede explicarse. Mi madre me mira. Descubro un brillo sospechoso en sus ojos: ¡se lo está pasando estupendamente! Está disfrutando del mal rato que él –pobre-, sobrelleva como puede. Ella sabe que no estoy dispuesta a intervenir. Sabe que soy capaz de permitir que siga explicando, explicando y explicando hasta el final. Se le escapa una sonrisa cuando le oye decir que, quizá, sólo quizá, me alteré un poco y por ello, tuve una discrepancia con una señorita que confundió una situación, realmente algo confusa.
- Comprendo -dice-, quizá se alteró (respiro, se ha apiadado y va a evitar que continúe), y quizá, sólo quizá, atizó, digo, tuvo una discrepancia con la señorita. ¿Y?
¡Ahora lo sé! Lo veo en el brillo de sus ojos. De tal palo tal astilla: tanto como se enfada conmigo y somos iguales. Dejo de jugar con el terciopelo de la silla, sonrío y mis ojos piden clemencia. Mi madre lo entiende.
- Déjelo. No deseo que continúe. Aunque suena bastante inexplicable, y no le conozco a usted, conozco muy bien a mi hija. Sé que el periodista exagera.


indah

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

los periodistas siempre exageran!!!

6:45 p. m.

 
Blogger Thalasos said...

Se me ha enfriado el te mientras me absorbía el fru fru del can can.
Un cuento precioso.
Huele a heno en ese parque cuando llueve.
Un día hemos de tomar un pincho de bacalao por ahí, por la plaza esa, cerca de... que hay una iglesia, y tascas con mesas en la calle, por donde el claustro de Derecho. Eso.
Felicidades. Aunque muy tarde. Bueno, no tanto. Cuando vi el post de Cartz? Creí que habías vendido la libretilla. M'cojoné. [:-) T lo juro por Audrey & Gregory
Bsos

12:01 a. m.

 
Blogger indah said...

¿Los periodistas? ¡Siempre! :) Es tremendo, dales una cosilla de nada y no veas las que pueden liar :))

Grecias Felipe, y por tu felicitación también. Gracias, me ha hecho mucha ilusión.

7:32 p. m.

 
Blogger indah said...

¿Se te ha enfriado el té? No me extraña el fru fru del can can es muy escandaloso...

Sí, huele a heno. Es un parque muy bonito, y más cuando están los magnolios florecidos.

¿Bacalao? Hmmm... no está mal, desde luego que no. ¿Has probado los bollitos "preñaos"? :), claro que no sé si los claustros serán demasiado 'cultos', son más propios de las romerías y chigres, con sidrina bien escanciada, claro.

Y gracias por hacerme reír. Y es que, ay... hasta que lo has hecho tú, nadie me había jurado nada, absolutamente nada, por Audrey& Gregory :))

7:42 p. m.

 

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