lunes, octubre 31, 2005

Ocupando mi lugar

Le dije: «mira, hoy no estoy para ver películas tristes». Y le encargué que la viera por mi.

Yo me fui a pasear por el bosque, a oír el sonido del bosque, a respirar, oler, tocar el bosque; a encontrarte en el bosque o en las tierras labradas que lo rodeaban. Y por estar allí, o quizá por buscarte, inesperadamente me di de bruces con una ciudad. Absorta, casi embobada, contemplé desde la lejanía las cúpulas, las torres, los edificios que despuntaban sobre los otros. «¿No tienes la sensación de que ya has estado aquí anteriormente?» me pregunté. Creo que me encogí de hombros, y bien porque ya la conocía, bien porque me gusta el riesgo, no tuve miedo a recorrer sus calles, sus cuidados jardines, sus iglesias. Tan sólo finalizada mi obligada visita al cementerio, como si -rodeándome- me llevara disuelto entre nubes su sepulcral silencio, llovió y llovió una lágrima hasta hacerse río para poder correr por mí como yo corría para alejarme de la ciudad y del bosque. Y ni aún entonces sentí miedo, sino que, agradecida pues haría más rápido y menos esforzado el camino de vuelta, me sumergí en él. Sin ser consciente, añoraba la seguridad de mi hogar.

Ya de regreso pude contremplar una escena que parecía haber quedado congelada tras mi partida: «he aquí la pura esencia de un cuerpo abandonado» pensé al ver sus ojos muy abiertos, muy secos, fijos en la pantalla por la que huían, una tras otra, imágenes en blanco y negro. Y al observar sus manos desmayadas e inmóviles sobre el regazo, y que las palomitas, las chocolatinas y las galletas estaban sin tocar, algo, rompiéndoseme muy adentro me movió a compasión. Con cuidado intenté recoger la lluvia salada que aún, imaginé, permanecería desperdigada en mí: sólo vestigios; y como no me parecieron suficientes, despojé el surco por el que poco antes había corrido, de peces, de ramajes, de piedras, de lodo. Escarbé en las profundidades de su cauce. Escarbé hasta que lentamente, como un milagro, afloró aquella primera lágrima que recordaba limpia y cristalina. Y aquella lágrima se convirtió en un minúsculo charco que por carecer de riberas para contenerlo, resbaló gota a gota por las mejillas de mi cuerpo. Escuché un suspiro, un gemido, un algo indeterminado que le dio vida y su expresión humana de nuevo. Delicadamente para no perturbarlo más, tomé mi sitio dentro de él. Y entonces, un sobresalto, un no sé qué hondo, un algo que únicamente puede sentir el cuerpo, impuso un vértigo inusual que incitaba a la sangre a galopar desbocada por las venas.

«¿Por qué, corazón, has de ser tú quien se empeñe en tropezar una vez tras otra con la misma piedra» –le pregunté. Y como, abandonado a su propia pena, no me diera respuesta, con mucha calma exhalé palabras de consuelo en el caudal de color intensamente rojo que nos recorría: «vamos, vamos: es tan sólo una película, y las películas tristes, como la vida misma, como tú misma -le dije por sosegar aquella honda congoja- hallarán, sin duda, un destino seguro hacia el que caminar».

indah

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

lo leí ayer y volví hoy a leerlo, para decirte que el encanto de tus textos radica en una profunda frescura y transparencia.

4:41 a. m.

 

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