domingo, septiembre 11, 2005

La Scala

Seis meses han bastado para que Elviro aguante sin pestañear. Estoico, ya ni impaciencia siente. El gallito, pese a que su desventaja parecía clara, resiste. Los bramidos del publico sólo significan que tardará más en dejar el recinto limpio. Intenta distraerse, y por su pensamiento pasan, a retazos, recuerdos de lo que fuera su vida; su vida antes de aquella guerra, que no ha olvidado, una guerra -mediática simplemente- ganada con la peor de las armas: la perversión del lenguaje. «Sana emoción»; el público asiste, enfebrecido, a un espectáculo de «sana emoción». Así se llama ahora a lo morboso. Sólo uno de los contrincantes sobrevivirá; pero a él, eso, ya no lo conmueve.

Ha aprendido a oponerse al sentimentalismo: los contrincantes son Verdi y Wagner. Alemania e Italia. Valkirias y nibelungos. El griterío se hace ensordecedor, y Elviro sabe que uno de ellos está a punto de morir. Pero va a morir sin la grandeza ni la emoción que él siente cuando escucha, a escondidas, el Va, pensiero; éste va a morir en medio del griterío de los actuales esclavos que no imploran como aquellos judíos en Babilonia retornar a su país y dejarán a su nostalgia estallar en la cuarta escena del acto tercero: «¡Vuela pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal! ¡Saluda a las orillas del Jordán y a las destruidas torres de Sión! ¡Ay, mi patria, tan bella y abandonada! ¡Ay recuerdo tan grato y fatal! Arpa de oro de los fatídicos vates, ¿por qué cuelgas silenciosa del sauce? Revive en nuestros pechos el recuerdo, ¡háblanos del tiempo que fue! Canta un aire de crudo lamento al destino de Jerusalem, o que te inspire el Señor una melodía que infunda virtud al partir.» La tierra añorada es Israel, Sión, Jerusalén, El Jordán. ¡Oh, la tierra añorada, la tierra prometida, paráfrasis de los Salmos!

No quedan huellas de aquella civilización, ni signos de identidad de la suya mucho menos antigua. Únicamente una memoria pura sería capaz de recordar tiempos en los que los motivos que impulsaban al genero humano eran dignos. Y nadie podría, nadie, porque todos habían perecido -incruentamente- al poderoso imperio de los medios de comunicación. La inmoralidad arrastró a Occidente hacia la perversión, y el mundo entero era Occidente. De pronto todo estuvo permitido: era suficiente con que unos pocos lo quisieran, lo pidieran o lo exigieran.

Mientras el público gritaba, reía, corría en busca de sus ganancias, y el humo de los cigarrillos transforma el ambiente en irrespirable, Elviro que como los demás también había aprendido a sobornar a su conciencia y por ello se creía a salvo, hoy no puede, no puede apartar los ojos de aquel cuerpo aún tan niño. Hoy no sirve el manoseo obsceno de almas ajenas porque, incluso despojado de su ropa, bocabajo sobre el suelo, hay aún en la figura del perdedor un pálpito superior, una grandeza que lo elevaba por encima del dolor y la muerte, que une los fragmentos del Va, pensiero, y hace que los coros estallen con una fuerza imponente para enmudecer el sonido amortiguado por la paja que, antes de arrastrarlo, ha extendido bajo el cuerpo. Los primeros días le repugnaba, pero ha aprendido a no escucharse, a no escuchar a su conciencia ni a las pocas voces que se alzaron contra los gobernantes, señalándolos con su dedo, gritando que la epidemia que había acabado con los gallos no podía ser más oportuna para La Federación de Estados que, desbordada en sus previsiones, se vio incapaz de atender a aquellos miles de desgraciados.

Desgraciados, no seres. Seres era demasiada palabra para designar a quienes habían servido para sanar las enfermedades de otros, servir como recambio de órganos o para experimentos científicos. Unos desgraciados que habiendo logrado sobrevivir, vagaban sin familia, sin futuro, peleando por un trozo de carne, por un poco de agua, por un bote de pegamento. Fue sencillo convencerles de que lucharan a cambio de algo de dinero y un poco de comida. Pocas semanas después los espectadores que de nuevo abarrotaban los locales, apostaban auténticas fortunas.

Se estaba retrasando, lo sabía, pero le costaba mirarlo, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para empujar el cuerpo del muchacho. Afuera, las máquinas esparcidoras lo alejarían hacia la noche eterna, reino de buitres y hienas.

Elviro se dejó caer sobre la paja ensangrentada, abrazó sus rodillas y dejó reposar su cabeza sobre ellas. ¡Y ya vuelan su pensamiento, con alas doradas, vuela a posarse en las praderas y en las cimas donde los recuerdos de quien, años atrás alcanzara su más sonado triunfo como barítono en la Scala de Milán, exhalan su suave fragancia y el aire dulce de la tierra natal!



indah