domingo, enero 13, 2008

Era Agosto, y hoy... es 12 de Enero.

“Si mi cuidado es causa
de disgustarte,
mira que es imposible
el olvidarte;
que si pudiera,
sólo por complacerte
mi amor lo hiciera” (1)


Hoy he llegado tarde y he de contentarme con tratar de entender tu última nota. Y con dejar que ruede esta lágrima por la contraventana (y desear que caiga sobre la rosa que te gustaba tanto). Y con acariciar el pasamanos que fuera tu apoyo tanto tiempo. Y rescatar tu espíritu de la mecedora en la que te sentabas, e imaginar tus ojos -tan limpios como los de mi amiga Olvido. Con proyectar tu recuerdo y repetirme que ni siquiera estas cuatro paredes que cobijaron tus últimos años, y tus sueños que olían a alcanfor, podrán contar de ti lo que yo, si no fuera discreta, contaría.

Te imagino sonriendo, y a un tris de recordarme mi promesa. No temas. Jamás recitaré aquellos versos que escribió para ti, quien fue, y ya entonces lo era, un gran poeta. Lo prometí y, además (lo sé, lo sé, soy egoísta, mucho) quiero guardarlos sólo para mí.

He llegado tarde. Y he de conformarme con recordar tu voz entonando las coplas que te enseñó tu madre, y con el sonido que tus manos le arrancaban al aire, cuando lo desarmabas replicando los palos más profundos de tu tierra. Y con tu risa que sonaba joven. Y tu aroma, el de tu alma, más limpio -aún- que el de tu cuerpo; sí que aquel, ¿lo recuerdas? que a ti te parecía que, después de casi escamondarlo -como solías decir- aún no estaba lo suficientemente limpio para sentarte a mi lado. Tú, que un día, a escondidas, me diste mil pesetas para que te comprara un perfume, y desde entonces olías siempre a Chanel. ¡Qué bien huele!, decías, claro que, mil pesetas, son mil pesetas. Yo sonreía. Y sonrío: lo usabas con tanto cuidado, por lo de las mil pesetas, que tan sólo muy de tarde en tarde podía decirte: sí, tienes razón, huele muy bien: claro que... seis euros, son seis euros.

Qué bueno fue aquel cambio. Fue el mejor que he hecho en mi vida: al fin y al cabo, en tu perfume había tantas historias para leer, o más, que las que hubiera podido encontrar en el libro que... en cualquier libro, en el mejor libro. ¡Y qué suerte, qué suerte la mía!; qué suerte poder sentarme a tu lado tantas veces. Porque tú, tan menuda como sencilla, eras así: disfrutabas no siendo, para, de esa manera, engrandecer al otro. En eso no tuviste suerte: aunque trataba de aprender de ti, nunca estuve a tu altura.

He llegado tarde. Y ahora, mientras te pienso, y te escribo y te describo como puedo (eras tan especial que escapas a cualquier descripción y yo no sé hacerlo mejor), recuerdo lo que un día me dijiste, acariciando aquel regalo que adornaba siempre tu muñeca izquierda, mientras, impaciente, esperabas la llegada de tus nietos: "el olvido es un sentimiento tan pobre, por no decir mezquino que, por no tener, no tiene ni reloj". Lo comparto (cuánto amor había en aquella expresión) . Y lo conozco. Y lo reconozco. Y puedo deletrearlo.

Sé cómo duele, y me duele.

Sé, también, que te prometí un poema. No me lo reproches: no tengo el ánimo para poemas y, además, pienso que mi mejor homenaje, a la espera de que un día llegue, si es que llega ese poema, y ya que he sido yo quien ha llegado tarde, es continuar rellenando la hoja en la que apunto los ‘Debe‘ que te debo:

....murió porque era muy mayor
"....entonces sólo dio un paso más: a ellos los pierdes -únicamente- si dejan de quererte, y no es el caso...."

indah

(1) Desconozco el autor.