lunes, noviembre 26, 2007

Manifiestos.

Yo pensaba, a lo mejor ya te lo he dicho, que sólo las palabras tenían género. Pues mira, estaba equivocada (es tal el follón lingüístico que nos están creando, que lo raro sería acertar). Ah, caballero andante, me admiras, grande es tu paciencia, sí. Bueno, ya me explico. Ea, vamos con ello. Ayer, no sé si lo sabes, se celebraba el Día CONTRA la violencia de género, sí, contra; no el día a favor del cariño, el buen trato, la comprensión, el diálogo, etc., etc., etc., entre unos y otros, sino contra la violencia; pero no contra la violencia-violencia -¿ves como están organizando un follón lingüístico?-, sino contra la violencia de género (léase -según ellos- aquella que ejerce el hombre -ejem, varón- sobre la mujer -ejem, hembra-). Y por eso, porque era tal día, los artículos de opinión, y los manifiestos, se reprodujeron como las setas.

Cualquiera de ellos hubiese servido como ejemplo, my dear, pero, la primera en la frente, fíjate en lo que dice la Secretaria de Igualdad del PSOE. Maribel Montaño -así se llama- presentó su manifiesto bajo el lema “Contra la violencia hay esperanza”; y claro, tú (yo en este caso) lees el título, y suspiras con alivio. Y piensa, menos mal, hay esperanza. Pero -y te ahorro lo de «tu gozo en un pozo»-, según avanzas en la lectura te das cuenta de que eso de la esperanza, psech, da igual. Sí, porque doña Maribel señalaba (al menos así lo explican en el web del PSOE), que la violencia machista (de modo que hablamos de violencia machista, me dije, y me quedé... no sé decirte cómo me quedé; bueno, sí: como había leído que Maribel era la secretaria de Igualdad me quedé un poquín fuera de juego, y además, tampoco estaba (ni estoy) muy segura de que el machismo tenga que ver con el género. Bueno, ya me lo dirás). Yo te decía que doña Maribel afirmaba que la violencia machista “hay que combatirla fundamentalmente desde la educación (...)”. Supongo que se referirá a educación en el sentido de que la mujer (¡fantástico!, siempre la mujer, la madre, es quien debe hacer), ha de procurar meter (meter de inculcar, síp) en las cabezotas de sus hijos varones, algo que –al parecer- hasta ahora no ha conseguido: respeto. Respeto a, por, hacia , sus congéneres: mujeres y hombres

Y con todo, y siendo (o pareciéndomelo a mí) malo, no es lo peor, Maribel Montaño puede decir lo que le plazca, faltaría más, lo peor es que haya una mujer (con una me basta) que, posiblemente sin haber dedicado un segundo a pensar qué demonios estaba diciendo la secretaria de Igualdad, aplaudiera.

Yo, que no aplaudo, y puesto que viniendo de mí no me parece que se considere machismo, le daría un buen capón. A ella, y a unos (unas) cuantos más, porque mucho me temo que no solo nunca aprenderan a creer(se) lo que dicen, sino que, indefinidamente, seguiran pensando que total ¿para qué esforzarse si no somos más que una pandilla de bobos de segunda?

(Bobos de segunda = bobas).

Y no voy a negarte que viniendo el manifiesto de un *bobo de segunda*, aún molesta más.

PD

¿Cuánto ganan –al year : ))- las Secretarias de Igualdad?

domingo, noviembre 25, 2007

De oscuros intereses y de peligrosas compañías.


(En boca cerrada no entran moscas).

Respecto a la Manifestación de la Asociación de Víctimas del Terrorismo de 24/11/07, Blanco aseguró en rueda de prensa que es:

1.- "una manifestación convocada por que sí. <---http://www.telemadrid.es

2.- Una manifestación convocada sin motivo conocido,

3.- con un propósito oscuro

4.- con algunos apoyos poco recomendables desde el punto de vista democrático".

Con el resto no, pero con su afirmación número 3, estoy de acuerdo con usted. Sí, las víctimas del terrorismo tiene propósitos oscuros. Muy oscuros. Mucho. Y es que, señor Blanco, me temo que no haya demasiada luz dentro de un féretro.











sábado, noviembre 24, 2007

Tu y yo: aquel momento

A T.Y.



He tardado en comprender. No, en comprender no, en saber cómo explicar lo que casi nadie es capaz de entender. Bueno, casi nadie... deben de ser, como mucho, dos personas. Sé que tienen razón, tanta que no podría, aunque quisiera, quitársela, pero también sé que sólo la tienen desde su punto de vista. ¿Cómo puedo explicárlo?, he pensado infinidad de veces. A ver: ellos son observadores imparciales, ¿vale?, bien, pues ahora hemos de suponer que esas dos personas, y yo, estamos en una estación, la que sea, esperando la llegada de un tren, el que sea; en algún lugar de la vía existe una fuente continua de luz, supongamos que se trata de un diodo láser que está permanentemente encendido, y que emite un haz de luz hacia arriba, perpendicular al movimiento del tren, y que, por lo tanto, puede ser observado desde la estación.



Un vagón del tren, que se desplaza respecto a la vía a una velocidad v, tiene dos agujeros perfectamente alineados: uno en el suelo y otro en el techo. ¿Qué sucederá cuando la fuente de luz y el agujero del suelo del tren se alineen?




Sucederá que, mientras el rayo de luz recorre la distancia entre el suelo y el techo, el tren habrá avanzado y el agujero del techo ya no estará alineado con la fuente de luz de la vía, por tanto, el rayo de luz no saldrá por el agujero del techo.




Así pues, mis observadores del interior del tren verá lo siguiente:





De lo cual se desprende que, siendo constante la velocidad de la luz para cualquier observador y, siendo mayor el recorrido del rayo de luz dentro del tren, como el tiempo transcurrido, medido en cada sistema local, es el mismo, entonces, resulta que para el observador de la estación, el tiempo en el tren avanza más lentamente.

Pero yo sé, aunque no lo vea, que el haz de luz está ahí. Y sé que lo que ven 'mis observadores' no es, no fue, no será, lo que yo vi. Lo que yo veo.


indah


(Agradezco a mi compañero R. C., sus apuntes y su generosa ayuda).

lunes, noviembre 19, 2007

Voy a perder la cabeza por tu amor...

En algún web de esos en el que acabas cuando buscas a saber qué, y es que unos y otros se 'linkean' , sonaba la música de una canción. Y la música de la letra, que copio más abajo, me ha machado el pensamiento toda la tarde: una y otra vez, y otra vez, y otra, me oía tararear: nana nana nana nananana nana nananananaaaaaa. Y no conseguía recordar ni una sola frase que me sirviera para encontrar la letra (no pensaba cantarla, pensaba estrangularla, y a un amigo mío que se las suele saber todas, también, por no llamarme hoy : )). Por fin me he decicido y yo he llamado a mi madre, ná, está acostumbrada a estas cosas que me pasan, y como ni ella era capaz de interpretar mi 'nananana' telefónico, me he leído todo el historial hasta que he encontrado el web, y la he enviado directamente allí. Aís, menos mal, se sabía el titulillo, y ahora que la leo, a quien me gustaría asesinar sería a Manuel Alejandro que, si no estoy confundida, es el autor, entre otras cosas por ser tan poco claro. Sí. De hecho, buscando la letra, he encontrado un sitio en el que comentan:

[La joven cantante española Tamara dio un giro muy personal a la letra del clásico "Voy a Perder la cabeza por tu Amor". La composición original dice: "...yo no soy la ROCA que golpea la ola..." Tamara canta esta parte así: "...yo no soy la RATA que golpea la ola..."]

En fin. Ahi va la letra : )



"Voy a perder la cabeza por tu amor,
porque tú eres agua, porque yo soy fuego
y no nos comprendemos.
Yo ya no sé si he perdido la razón
porque tú me arrastras, porque soy un juego
de tus sentimientos.
Cuando yo creo que estás en mi poder,
tú te vas soltando, te vas escapando
de mis propias manos,
hasta ese día en que tú quieres volver
y otra vez me encuentras enfadado y triste,
pero enamorado.

Voy a perder la cabeza por tu amor,
como no despierte, de una vez por siempre,
de este falso sueño y al final me aclaro,
que te estas burlando, que te estás riendo,
en mi propia cara de mis sentimientos,
de mi corazón.

Voy a perder la cabeza por tu amor,
si te quiero y quiero de esta forma loca
que te estoy queriendo.
Yo no soy la roca que golpea la ola,
soy de carne y hueso
y quizás mañana oigas de mi boca:
¡vaya usted con Dios!

Cuando yo creo que estás en mi poder,
tu te vas soltando, te vas escapando
de mis propias manos,
hasta ese día en que tu quieres volver
y otra vez me encuentras enfadado y triste,
pero enamorado.

Voy a perder la cabeza por tu amor,
como no despierte, de una vez por siempre,
de este falso sueño y al final me aclare,
que te estas burlando, que te estás riendo,
en mi propia cara de mis sentimientos,
de mi corazón.

Voy a perder la cabeza por tu amor,
si te quiero y quiero de esta forma loca
que te estoy queriendo.
Yo no soy la roca que golpea la ola,
soy de carne y hueso
y quizás mañana oigas de mi boca:
¡vaya usted con Dios!"

Puff, a ver si me libro de ella.

jueves, noviembre 15, 2007

Zona iluminada (revisado)



La verdad, la palpo, la analizo, la miro,
la huelo; cuando me lastima, es mía.
Enrique Agilda



Ah, si supieras que sólo existo cuando tú me piensas, me imaginas.
Pero tú sí, tú sí: yo pienso en ti, y te imagino
mientras mis ojos siguen el lento migrar de la galaxias
en el abismo todo de mí en ti
Espartina marítima
bajo el salitre, el viento, el oleaje,
arraigándome en los acantilados
con la risa de algún espantapájaros cubierto de gaviotas
a mi espalda.


Quise decirte algo, no recuerdo qué
y las vocales cayeron
desde lo alto de la voz
hasta su abismo.
Como a su soledad le amas
(repite el eco)
como a su soledad te ama.
Como a su libertad.
(repite el eco)
como a tu libertad.


Te pensaba y, de repente, algo (qué sé yo) sacudió el mundo,
y todos corrían y buscaban,
y gritaban los nombres de vivos y de muertos:
sus gritos me destrozaron las manos
(la febril lucha contra el tiempo)
y el horror me recorría de arriba a bajo,
y me lo pregunté -cansada ya de tanta muerte- y pregunté,
pero no los hay.
No hay perros especializados.
No hay perros poetas;


quería doblar la esquina y arraigar en tu nombre,
pero nada;
nada serás -decía la tierra- hasta que no te lastimen
las manos de los otros, el corazón de los otros,
los pensamientos de los otros, la verdad de los otros;
mientras no seas capaz de entender los gestos de los otros
cuando vuelven a decírtelo todo.
Y me destrocé las manos en busca de los otros
-los vivos, y los muertos-.


Se los arranqué a la muerte. He vuelto a decíroslo todo:
cómo era yo, cómo eran mis muñecas,
mis libros preferidos, mis cajas, mis canicas,
mis sueños, mis primeros pasos,
mis suspiros.


Y en mi conteo de pájaros, de árboles, de plantas,
encontré tus manos. Estaban allí, en mi regazo,
¿sabías que las magnolias húmedas tienen el color transparente?
Nunca me había dado cuenta;
hasta ahora: cuando mis ojos se vuelven transparentes,
-y asentiste-.
Desearía que me amaras como la sal ama y posee a las escamas.
Su pacto, sería nuestro pacto,
y me dirigiría a ti con palabras que acaso no existen,
escritas para quienes acaso ya no existen,
escritas para el niño que sólo con tocar a los monstruos
con su dedo, los espantan.


No había perros especializados.
No hay perros poetas,
pero los silencios -entre tus brazos-
son cerrados como esas plazas interminables de los pueblos.


indah

(Revisado)

martes, noviembre 13, 2007

Delicatesse

Podría hablar contigo, o de ti,
te gustaría, lo sé,
mientras desclavo palabras de mi memoria y las crucifico,
abiertos sus brazos de palabras manidas, en la mesa:
«así se va la tarde, o se me va»
-bueno, algo por el estilo-.
Podría, incluso, disculparte.
Pero hoy estoy silente. Y demasiado cansada.
Así que, si se va la tarde (como si te vas tú),
que cierre la puerta con cuidado; que no me sobresalte.
No elegí náufragos a los posos de té de mi taza
(náufragos luchando por salvarse de la brusca marea de mis manos),
pero si dejo de mantenerlos a flote, si como un dios vulgar y vengativo
concedo a mi dedo pulgar el privilegio de condenarlos de nuevo al oleaje,
aunque son transitorias mis huellas -las de mi yo huido- en el averno,
también podría (antes de condenarte) mirarte a los ojos.
Y no te gustaría.


indah

lunes, noviembre 12, 2007

Qué gesto estéril que señales rutas en los mapas

«Y no haber podido hablar por todos
aquellos que olvidaron el canto.»
Alejandra Pizarnik




Qué gesto estéril que señales rutas en los mapas a mis ingenuos dogmas
(topografía, escala uno dos mil).
Qué penitencia inútil que me preguntes: ¿hacia dónde,
hacia cuándo va con esa absurda prisa colgada de tu hombro?
Un poema aguarda que alguien le dé vida -que lo lea-
y tú, buscas gafas para aquello que la mirada no eterniza,
para la libertad (sin remedio),
para mi desmemoria,
en la inutilidad privada de su desnudez de los rincones.
La noche invoca el enigma
(tardío claroscuro).
Mis pies reconocen las criaturas que habitan tus escombros
mas no pueden hablarles por que olvidaron su canto.


indah

jueves, noviembre 08, 2007

Toque de silencio

In Memoriam








Cuando la vida se pronuncia contra el suelo, contra todos los suelos,
en el jardín de la locura brotan rosas negras.


Antes de que quién sabe quién robase todos los ruidos del

infierno

antes de que otras manos

que jamás mecieron la orfandad del mundo

ni calmaron el dolor de la noche

ni acariciaron más rostro que el del odio

olieran a muerte


antes, mucho antes de que el verano se llenara de

metralla

antes, mucho antes de que el silencio se cubriera de

sangre

y sólo un océano de arena -tan lejos de casa- te

abrazara.


indah


jueves, noviembre 01, 2007

-Sonó el primero-

-¡Las corbatas de Unquera son exquisitas! ¡Las mejores del mundo! -decía mi hermana, que estaba en la edad de decir cursiladas. Yo miraba de reojo el ridículo suéter que se había puesto, y trataba de no reírme. Para conseguirlo, y aunque ya había terminado, recordaba el viaje en tren: había sido una pesadilla. Siempre eran una pesadilla. Mucho antes de llegar, ya estaba harta.

-¿Cuándo llegamos? -preguntaba enfurruñada.

La señora de enfrente, el señor, la chica, el revisor, y hasta mi hermana, respondían lo mismo:

-Pronto, bonita. Antes de que te des cuenta, hemos llegado.

Y yo quería darme cuenta, pero al parecer no me esforzaba lo suficiente.

Era la primera vez que viajábamos solas y mi padre había explicado al revisor y a todo el que quiso oírle, y a quien no, también, que debido a problemas de última hora no podían acompañarnos, de modo que nos encomendó a todos ellos. Tardé en saber que aquellos problemas de última hora iban a pasarse varios meses berreando, y otros tantos destrozando mis juguetes. Yo, lo único que quería era llegar y dejar de ver (como los pies no me llegaban al suelo, mis piernas se balanceaban con el movimiento del vagón) los horrendos zapatos que me habían obligado a ponerme. Mi hermana, harta de escuchar mis quejas -o eso dijo- me cambió por un muchacho más feo que Picio, aunque he de decir en su favor que era el único que tenía a mano; viajaba en el compartimiento justo a la derecha del nuestro.

-Las corbatas de Unquera -repetía yo, ya en tierra, y bajito, imitándola- ¡son exquisitas, exquisitas, exquisitas! (En aquel momento ensayaba para ser la mejor actriz dramática de la historia). ¿Cuánto mundo conocía? Aunque, en realidad, me daba igual: el viaje había acabado y por fin, por fin, habíamos llegado!

Mi abuelo nos miraba; mi abuela nos estrujaba, alababa el crecimiento (como si fuera per se) de mi hermana, y del mío -igual que si yo no estuviera delante, o estándolo fuera sorda como una tapia-, decía que de los tres meses que íbamos a pasar con ellos le sobraban dos para conseguir que nadie me reconociera cuando regresáramos a casa (la verdad es que sus palabras me preocuparon tanto, que no hubo noche, ni mañana, que no me mirase atentamente al espejo para comprobar si seguía pareciéndome a mí), pero como mi madre me había dicho, muy en serio, que de mi buen comportamiento dependían varias cosas, callaba, asentía, e intentaba comerme la corbata. Aún quedaban por lo menos dos horas de viaje para poder decir: ¡estoy en mi tierra, en Asturias!; dos horas en un autobús que, hoy, cuando pienso en él, me recuerda a los que he visto dibujados en tiras cómicas.

No es que aquel verano me portara peor de lo que solía hacerlo, no; quizá los planetas se habían conjurado contra mí, porque, aunque no voy a negar que algo cooperé, fueron tres meses en los que me ocurrió de todo (pero eso lo dejo para otro momento).

De la semana, el mejor día por una parte, y el peor día por otra, era cuando llegaba el quincallero. A mí se me aceleraba el corazón en el mismo instante en que, despacio, muy despacio, abría la tapa de su maleta negra dejando a la vista una inmensa colección de medallitas. Igual no estaba bien, pero lo único que se me ocurría en aquellos momentos era rezar -con toda la fe de la que era capaz- para que mi abuela las tuviera repes o, en caso contrario, para que no se encaprichara de ninguna: comprarla significaba añadir otra oración al final del rezo del Santo Rosario de cada noche. Sólo era peor si se le ocurría comprar dos.

Quizá, en el cielo hay un santo que llegó a serlo porque su abuela se eternizaba rezando miles de oraciones a miles de advocaciones de Nuestra Señora, y el pobrín, aprendiendo del Santo Job, se ganó sentarse a la derecha de Dios; claro que él no pensaría lo mismo que yo, ni su padre se hartaría de reír como el mío cuando le decía que, a mí, aquello de que hubiera personas sentadas a la derecha de Dios me parecía una faena porque todos se pondrían delante y no conseguiría verlo: «no te preocupes -respondía- yo te auparé»; y luego, como ya he dicho, se hartaba de reír.

Aquella noche fue la primera de mi vida en que pensé en el santo, y es que, de alguna manera me sentí identificada con él cuando a mi «condicional»: Señor, si consigues que a la abuela no le guste ninguna medalla, prometo de verdad, de verdad, de verdad, que no volveré a pelearme con los guajes, ni volveré a escupir; y prometo (y lo recalcaba mucho), que buscaré piedras más pequeñas para el tirachinas; y prometo (y lo recalcaba mucho) que no le diré a la cursi de remate -ésa que estará a tu derecha porque es perfecta- que es lo más tonto que conozco aunque sea cierto, y por toda respuesta obtuve un silencio absoluto por Su parte. Ignoré, desde luego, que el Señor no me hacía ningún caso porque conociéndome bien, como me conocía, estaba seguro de que a la hora de elegir entre una piedra pequeña y otra grande, no tardaría en decidirme por la intermedia.

Estaba yo en mis tratos con Dios, como iba diciendo, además de entretenida con los reflejos que una bombilla arrancaba a la tapadera de bronce que cubría un escondite, estratégicamente situado a la derecha de los fogones donde siempre podías encontrar agua caliente (más que entretenida, estaba convencida de que si me fijaba mucho, milagrosamente desde luego, un halo dorado como el que rodeaba la cabeza de la imagen de Santa Margarita rodearía la mía), cuando se fue la luz.

Momentáneamente pensé que Dios se lo había tomado por la tremenda -lo que yo pedía tampoco era como para dejarnos a todos a oscuras-, claro que luego comprendí que no habría estado bien que sólo hubiera dejado a oscuras a mi abuela, pero eso es lo de menos, lo de más: que nos habíamos quedado sin luz.

Mi abuela era una mujer de recursos, no solo había velas de sobra, sino que aprovechó la situación para iluminar la imagen chiquita de La Milagrosa que en su ir y venir por las casas del pueblo permanecería dos semanas en la de los abuelos. Como las desgracias nunca vienen solas, segundos después de que las bombillas hicieran ploff, se levantó un temporal de viento que confirmó lo dicho por los mayores: el apagón duraría el tiempo que tardaran en encontrar el poste al que le faltara algún cable; con suerte -mucha suerte- dos o tres horas. Así que, la abuela, ayudada por Ina, sirvió caldo caliente; después unas chucherías para nosotras, y licor de nuez para mi abuelo y para el quincallero que charlaban animadamente. Yo, a la luz de una de las velas que iluminaban a La Milagrosa, intentaba fisgar en la maleta -que seguía abierta-, calculando cuál de las medallitas iba a ser la que se quedara con nosotros, es decir, que no estaba atenta a lo que sucedía. Quizá por ello pegué un respingo tremendo cuando escuche.

-¡Ahhhhhhhhhh!

Mi abuelo, mi abuela, Ina -no he hablado de ella porque en esta historia tiene poco que decir, pero es una de las personas a quien más quiero- y mi hermana, se quedaron sorprendidos y mudos. Yo, muda también, miraba al quincallero más asustada por su expresión que por su grito.

-Ahí, ahí, ahí... -repetía como si fuera un reloj de cuco dando las doce.
-¿Qué -preguntó mi abuelo-, ¿qué ocurre?
-Ahí, ahí, ahí...
-Bien, ¿ahí qué? ¿Qué?
-¿Es que nadie las ve?

Todos, al unísono, miramos en la dirección hacia la que señalaba, y en el momento en que, nítidos, claros y concisos oímos tres pom pom pom que provenían de la zona de la puerta principal, un soplo llegado desde la ventana apagó la vela que mi abuela había colocado sobre la mesa.

Intenté recordar la última vez que había sentido tanto miedo; no fue difícil, así que me preparé para ver subir y bajar -de nuevo- las escaleras que conducían a la primera planta, al gallo sin cabeza que se resistía a que lo desplumaran y metieran en la cazuela.

Demudado, el quincallero acabó de un trago el licor de nuez, se sirvió otro vaso sin pedirle permiso a nadie, se lo bebió, y volvió a señalar un rincón, medio iluminado por las velas de La Milagrosa situado entre el pasillo que conducía a la entrada y un enorme distribuidor que llevaba a distintos sitios de la casa.

-He visto unas manos ahí. ¡Unas manos que salían de la pared!

Mientras que él balbuceaba y emitía extraños sonidos, similares, imagino, a los de cualquiera que hubiese visto una manos saliendo de la pared, y todos mirabamos atentamente hacia el lugar que señalaba; volvimos a oír: pom pom pom.

De reojo, vi como mi abuelo se dirigía al armero y cogía una escopeta, y después, del primer cajón, una caja. Oí el crach y luego el chop chop de meter los dos cartuchos, y de nuevo el crach que hizo cuando la cerró. Mientras, mi hermana, única para darme valor, me preguntaba:

-¿Rezaste anoche la oración a las ánimas del purgatorio?

Yo no me acordaba, pero curándome en salud, y por si alguien me culpaba de lo que estaba ocurriendo, respondí un no muy largo, y cada vez más bajito.

-Pues ya estas viendo lo que ocurre por no hacer lo que debes.
-¿Viendo? ¿Qué estoy viendo? No veo nada, eso es lo que veo: ¡n a d a!
-No mientas, empeorarás las cosas -me respondió con tono de aviso-. Es un ánima del purgatorio, ésa por la que tú no quisiste rezar que ahora viene a pedirte cuentas.

Si llego a tener una piedra a mano, ¡palabra de honor que la descalabro!

Traté de recordar si había rezado o no había rezado. Mentalmente me repetía: «Aunque tengas más pecados que de arenas tiene el mar y de peces tiene el río, se te han de perdonar; el que esta oración dijera tres veces para acostar, sacará un ánima de pena y la suya de pecar», pero no era capaz de acordarme de cómo empezaba.

-¡Ay! ¡Imbécil! -grité al sentir su mano rozándome el cuello-. ¡Qué susto me has dado!
-Mira, mira -y señalaba el rincón-, ¿las has visto ahora?
-Nooooooooo, no he visto nadaaaa.
-Fíjate bien y veras sus manos. Sólo sus manos -recalcó-, a no ser que...
-¿A no ser qué...? –sentí que la carne se me ponía como la del gallo cuando consiguieron desplumarlo.
-A no ser que hayas hecho alguna cosa tan mala, tan mala que...

Pom pom pom pom. Yo, que temblaba de pies a cabeza y no veía nada, que no recordaba haber rezado la oración, tampoco recordaba haber hecho algo tan malo tan malo que..., pero, ¿y si lo había hecho?

Las palabras de mi abuela, que sujetaba el brazo derecho de mi abuelo: «ten cuidado, ten cuidado, no vayas a hacer una locura, y deja esa escopeta que las carga el diablo», hicieron el resto.

Estaba aterrorizada: golpes, las manos sin cuerpo de alguien que se había tenido que ir al infierno por mi culpa, y ahora, el diablo cargaba la escopeta del abuelo.

-Te lo prometo, Señor, rezaré todas, todas las noches la oración (si soy capaz de recordarla, maticé, porque las promesas, si no se está seguro de poder cumplirlas, hay que matizarlas); Te prometo que nunca más me enfadaré si la abuela compra una o todas las medallitas; Te prometo que nunca más cerraré la puerta a La Milagrosa cuando pase a su lado (no lo hago con mala intención, de verdad, es que me asusta)- murmuraba una y otra vez.

Entonces la vi. Entonces la vimos todos: la sombra de dos manos que debía de pertenecer a un cuerpo espantoso se proyectaba sobre la pared; iban y venían, iban y venían, y parecía que al abrirse y cerrarse sobre ellas mismas, me llamaban: «ven, ven niña, ven, ven, ven...»

-¿Quién anda ahí? -preguntó mi abuelo-. ¡Salga antes de que dispare!

Y lo repitió dos veces más sin obtener respuesta, a no ser que pudiera considerarse como tal que las manos se agitaran y agrandaran. Le vi levantar la escopeta y apoyarla en su hombro.

Apuntó cuarenta y cinco grados a la izquierda de la sombra. Cerré los ojos. Estaba tan asustada que me había quedado inmóvil. Sonó el primer disparo. Inmediatamente después, el segundo. Luego, silencio. Un silencio terrible.

El quincallero agarraba los faldones de la chaqueta de mi abuelo, él trataba de desasirse de sus manos.

-No vaya, no vaya. Piense en sus nietas. No vaya.

Pero mi abuelo fue. Y todos esperamos. Y todos nos quedamos helados al oírle decir:

-Mami (así llamaba a mi abuela) trae agua caliente y trapos limpios.
-¿Sangran las ánimas del purgatorio? -le pregunté a mi hermana.
-No todas, sólo aquellas por las que alguien, por ejemplo tú, no reza.

Le saqué la lengua; después de oír su respuesta estaba segura de que las ánimas del purgatorio no podían sangrar, eran sólo eso: ánimas.

Mientras Ina, sin decir una palabra ni mirar al quincallero que ya iba por el cuarto o quinto vaso de licor, le arrancaba la botella de la mano y la ponía en la repisa, mi abuela levantó aquella tapa de bronce que yo estaba mirando cuando se fue la luz, y con el cucharón llenó de agua una palangana. Pausadamente –menos mal que conocía cada rincón de la casa con los ojos cerrados- abrió el arca; oímos como rasgaba alguna sábana o lo que fuera.

-Quietas ahí. No os acerquéis.

Después, se dirigió a donde estaba mi abuelo:

-Pobre, pobre, pobre. ¡Pobrecito Natanael! ¡Qué dos boquetes te han hecho! -la oímos decir.

-¿Natanael? -Mi hermana y yo nos miramos.

Yo suspiré. No voy a decir que me alegrara de que mi abuelo le hubiese agujereado las orejas, aunque él (Natanael) no me soportaba, quizá por las circunstancias en que nos conocimos, pero entre sus orejas y las manos de las ánimas del purgatorio media un abismo; y si no, que se lo pregunten a Lázaro.

Y así fue como el primer burro de la historia a quien le asustaba el viento más que a mí los gallos sin cabeza, consiguió tener dos hermosos agujeros en sus orejotas: ya no tenía ningún problema, dijo el veterinario, para que le colocáramos dos preciosos pendientes.

Desde entonces, y mientras Natanael vivió, cuando hacía viento, mi abuelo escucha atentamente, si oía cascabeles, se levantaba y abría la puerta.

©indah