viernes, mayo 19, 2006

Seré silencio


Yo seré a tu lado silencio, silencio,
perfume, perfume...
Alfonsina Storni



Ahí, en el continuo latir de este verso y medio que hoy se repite, una y otra vez, en mi pensamiento: ahí estoy. Ahí soy, yo lo sé.

Soy en su sonido, o en su ausencia de sonido; soy mientras los segundos resbalan lentamente por mi piel, soy mientras me pregunto cuáles son los frutos del silencio; soy, también, en tanto las azoteas, impúdicamente abiertas ante mis ojos, se cubren de pensamientos vanos que, sin permiso, sin que yo pueda evitarlo, se mezclan con los míos.

Es el mestizaje. El mestizaje del pensamiento, me digo. De él nazco repentinamente, atenazada por un dolor que no tiene sentido ni explicación, como sobreviviendo a un parto que jamás ha de conocer final: desnuda de mí, proyectada entre colores malvas sobre las losas resquebrajadas por soles y lluvias, por vientos huracanados y calmas infinitas. Minuciosamente gateo por esa conciencia, para, una vez que consigo ponerme de pie, madurar como los frutos del silencio. No lo rechazo aunque, instintivamente, deseo hacerlo; es un segundo intenso, un relámpago, y en él adquiero plena conciencia de mí.

Me siento sabia, poseedora de esa conciencia y dueña, por fin, de un destino: recuperar instantes moribundos, volver a darles vida en mis instantes propios; presentárselos a mis ojos junto con el mundo que yo veo; el que yo veo, el que reconozco tan sólo yo.

Nazco de ese dolor como si fuera la escena de una película que no quisiera ver, y te añoro. Y en esos instantes a punto de expirar, te añoro. En su último suspiro, que me duele intensamente, te añoro. Y en mi piel, sí, en mi piel: la que sueña tus manos, la que tus manos sueñan mientras acarician otra que no me pertenece, te añoro.

Y me estremezco al recoger ese instante moribundo, al besarlo para infundirle nueva vida; me estremece el contacto, el sabor del pensamiento que se acomoda en él, deslizándose por mi garganta. Sé que no quiero, no quiero prestarle el mío para devolverle la vida. Pero no puedo negarme: algo me obliga, una especie de agonía, un grito silencioso que se remueve en mis entrañas, y recorre, turbulento, mi conciencia.

Pero ¡cuánto, cuánto me duelen los segundos que no me pertenecen!

Y me estremezco, y me duelo, porque aunque estuviera segura de que esos instantes que no me pertenecen iban a ser capaces de llenar de sonido mi silencio, y de paliar mi inmensa nostalgia de ti, no los quiero.


Sólo seré silencio, silencio.


indah

lunes, mayo 15, 2006

Variaciones

Sonaba un saxo, o me eso pareció, y era, decías, medio marzo.
Y aquel marzo de lilas y goteras
caía desde el toldo, mansamente, sobre los platos, los vasos y la mesa
y sobre tus zapatos y la acera. Vamos, dijiste, vamos.


Una ciudad dormida nos esperaba al otro lado:
la luna se deslizaba a ratos cortos, señora de la luz,
entre las sombras, entre las callejuelas,
y la noche -que a mí me parecía esplendorosa-
bajo un cielo nublado de mimos y de estrellas
exhalaba despacio su perfume, poco a poco,
entre la herida del tiempo y de los muros
-o entre los muros heridos por el tiempo- de la vieja ciudad;
y en cada puerta, esquina, en cada reja
en la que nos parábamos: tu mano sujetaba firmemente la mía.


El esplendor llegó más tarde: con el viento en mi pelo (mis ojos sólo esperaban, ay, amor, la primavera); había un hombre allí, tocaba el saxo, ¿lo recuerdas? debajo de un toldillo: La Colonial, rezaba; y yo, inocente de mí, tratando de ocultarlo, pensado que el responsable de aquel insólito sonido era mi corazón enamorado que, por fin, andaba por las calles de la vieja ciudad fenicia de tu mano. Y es que sonaba -lo recuerdo muy bien- tan íntimo y tan claro, acompañado por el chop chop chop chop de las gota ahogándose en los charcos.

Lo miramos -los dos como dos bobos, parados delante de él-. Y sonreía.

-¿Bailas?

y yo, casi hice un chiste, hasta que tu otra mano rodeó mi cintura
y entonces, ¡ay, entonces!, descubrí (el viento en mis cabellos
y tu barbilla tratando de peinarlos) en mis mejillas,
mis ojos y mis labios, cómo logra la noche,
mezclándose en el sonido de un blues dulzón y melancólico,
con el olor a lilas despuntando -a medio marzo-
mientras sonaba un saxofón sólo para nosotros,
ser una anunciación, amor, entre tus brazos.


indah

lunes, mayo 08, 2006

Como la tarde





©Zoe



Me estoy quedando en ti
como la luz de otoño,
entre reflejos añil y ocres
se queda en los espejos.
Perdiéndome en tu amor.
Desvaneciéndome.
Diluyéndome entre suspiros
arrebolados de sol y de poniente.

Y naufragando en la certeza
de un nuevo amanecer
entre tus brazos,
me dejo morir,
furtiva y lenta
(lenta como la tarde),
en cada beso tuyo
y en cada una de las
caricias de tus manos.

indah

jueves, mayo 04, 2006

Una nueva sorpresa.





-Cierra los ojos –dices riéndote porque sabes que prefiero no hacerlo: me asusta la oscuridad repentina-, ¡es una sorpresa!

Las palabras pasean tu boca, tan cercanas a ti, que por un momento ignoro la sorpresa que van a descubrirme para envidiarlas: son tuyas. Y eso que me las entregas, y eso que me buscan en el aire que respiro, o en ese cálido rinconcito en el que a veces se esconden esperando un mimo, una caricia, un «¿dónde estás?», un «¡ven!» o un «¡no te vayas!». Y, como sabes que van a sorprenderme, las dejas escapar. Y vuelan. Y salen a mi encuentro.

-Vamos, vamos, ¡cierra los ojos!–. Repites.

Como si urgiera.

Por fin cedo y te dejo hacer. Tus manos me conducen por entre esos laberintos inventados que yo pinto de rosa, o de verdes y amarillos, mientras me voy preparando para la sorpresa. Qué sería de este juego si no me sorprendiera.

Veintiséis, veintisiete, veintiocho, dos paso más y te oigo decir:

-¿A qué esperas? Sólo treinta pasos y te vuelves perezosa. Vamos, ya puedes abrirlos –insistes, en tanto que tus manos agitan las mías rítmicamente en el aire.

Callo, ahogando la risa, preguntándome de qué nueva ocurrencia se tratará esta vez. Por fin salgo de mi pereza y abro mucho los ojos; mucho. Y esta vez no envidio tus palabras porque te veo en el espejo tan cercano a mi nuca como ellas. Emocionada, busco por su brillante superficie, como si de una flor se tratase, esa mariposa que, según dices, he de encontrar en él.

-¿A que merecía la pena? –afirmas más que preguntas-. No todos los día se ve una mariposa tan bella: blanca con irisaciones celestes. Y sí –continuas, adelantándote a mi pregunta y obligándome, tiernamente, a volverme hacia ti-, tiene un nombre científico, pero no la hace justicia. Por eso a mí me gusta llamarla por su nombre común: la Mariposa del Espíritu.

Ahora no puedo verla, pero sé que aletea. Que aletea y tiembla igual que una brisa «niña» (¿o quizá una brisa infantil?) cuando el viento fuerte, y rendidamente enamorado, la mece entre los brazos.


indah